jueves, 14 de julio de 2011

Lost paradise- Cap 1.0

Luz, fue lo que vio al despertarse, llevaba una máscara respiratoria puesta,

-¿Quién soy?- Pensó- ….Alan....Alan Norton-todo vino a su mente de golpe. Alan Norton, hijo del cirujano Robert Norton, de San Francisco, joven apuesto de melena rebelde color castaño claro, mentón prominente heredado de su padre, y ojos color avellana de su madre, y jugador del equipo de voleibol en el instituto, que siguió los pasos de su padre y se licenció en la facultad de medicina de la universidad Jhons Hopkins de Baltimore. Medicina, el sueño de su vida, pero después de que empezasen las guerras de los piases petrolíferos, debido a la incursión del ME como combustible y que solo se usasen motores ME, Alan había decidido dar un giro a su vida, provocando la ira de su padre, y un distanciamiento entre ambos insalvable. Alistarse en los marines como oficial médico. Después de una formación básica le habían nombrado teniente, y se había pasado seis meses en Afganistán y otros tres en Irán, curando heridas de balas y quemaduras de minas CERO, las cuales son de una aleación in detectable para los radares y liberan un gas inflamable que explota al entrar en contacto con el O2. Lo peor fue cuando se dirigía con su unidad a socorrer a un par de soldados heridos y un grupo de la milicia se les echó encima, teniendo Alan que acabar con 3 de los asaltantes. Ninguno de sus compañeros resultó herido o muerto, es más los jóvenes a los que iban a rescatar sobrevivieron gracias a sus cuidados, pero Alan no se había sentido peor en toda su vida, él estaba educado en salvar vidas, no en quitarlas, sabía que ese momento tendría que llegar, pero esperaba que por casualidades del destino, a él no le pasase, no fue así, y desde aquello el servició no le volvió a ser tan gratificante como gasta entonces. Un día el convoy en el que viajaba fue atacado, y una bala perdida se le incrustó en un hombro desgarrándole el tejido muscular, pero dejando el hueso casi intacto, pero terminando con los horrores de la guerra para él. Después de acabar la rehabilitación se asentó en el nuevo centro para veteranos de San Francisco, con lo que volvió a casa, y de paso conoció al hombre más admirable que podría conocer, el General de Brigada Thomas Sanfor, quien a sus 63 años y problemas de esclerosis, se convirtió en mentor y confidente de Alan. Cuando tenía 31 años llegaron las naves, llegó el día D y todo se volvió caótico, vuelta al servicio, miedo y oscuridad, mucha oscuridad.

¿Dónde estoy?- fue l segunda cosa lógica en la que pensó- Estoy atado- notaba cierres de metal en muñecas, tobillos y abdomen - ¿Qué pasó?, Me capturaron -dedujo. Estaba en una camilla de metal, recostado, círculos de luces brillantes brillaban en el techo, intentó moverse, girar la cabeza, pero notaba que le costaba moverse- estoy sedado- pensó la parte médica de su cerebro. Una idea aterradora y espeluznante cruzó su mente- Están experimentando conmigo, van a diseccionarme como se hacía antes con animales de pruebas, he de salir de aquí

De improvisto una figura a la que no podía ver el rostro ni apariencia debido al deslumbramiento que le provocaba la luz, apareció ante él. El miedo se apoderó de el en primera estancia, pero la figura fue tomando forma. Era humana, una mujer de origen asiático, de pelo negro, y de ojos de un azul profundo, delgada, y con el rostro asustado y ansioso.
-¿estás despierto?-preguntó-¿Puedes hablar?- Alan intentó responder, pero los efectos de la droga se lo impidieron, solo consiguió emitir uno débiles gemidos- Vale no te preocupes, voy a inyectarte adrenalina en el corazón…no lo he hecho nunca, pero no te preocupes, ah e intenta hacer el mínimo ruido posible- Acto seguido le mostró a Alan la jeringuilla, grande, muy grande. Alan se preparó, eso iba a doler, lo sabía, él mismo se lo había hecho en una ocasión a un paciente. La cara de la mujer era un libro abierto, estaba aterrada, pero aun así bajó el brazo con decisión, clavándole la aguja en el corazón. El dolor fue brutal, y cuando la sustancia le invadió se levantó de golpe, por suerte se había podido controlar y soltó únicamente un grito ahogado.
- Gracias- dijo cuándo se calmó- ¿Qué ha pasado? ¿Quién eres
- Mi nombre es Misato, Misato Ikari- Contestó la desconocida- ¿Estas bien? ¿Puedes moverte?...

¿Qué pasa?- Preguntó, pues Alan se había quedado petrificado y miraba por encima de su hombro.
Lo que Alan miraba era un espejo, uno de cuerpo entero que había en el laboratorio, entre dos grandes aparatos que Misato nunca había sabido para que eran, el marco era del mismo color que el resto de los objetos, plateado y brillante, y extremadamente limpio.
Alan se había quedado helado, ¿quién era el que aparecía en el reflejo? Alii estaba reflejada la habitación con todo el equipo de un laboratorio, procesador de muestras, monitor de estado del paciente, reanimador…también estaba Misato, una mujer de no más de 1’60 cm, delgada, vestida con un uniforme blanco, negro, y amarillo de pantalones cómodos de tela suave y elástica, con la chaquetilla de mangas largas cruzada, con unas botas de suela de goma, de pernera larga, no era un traje que se usase en un quirófano, más bien parecía un traje de etiqueta, tendría que preguntarle porque iba vestida así, desde luego. Su pelo largo y suelto le caía liso hasta casi la cadera, no llevaba ningún arma que el apreciase. Pero nada de eso le había dejado sin habla, aquello era cosa del otro, el ser que estaba en la camilla, en calzoncillos. Estaba en buena forma, fibroso, no precisamente musculoso, el cuerpo de alguien que hace ejercicio regularmente y que mantiene una dieta equilibrada. Eso no era lo raro, tenía el mismo físico que recordaba, lo extraño era el color de la piel, era blanquecina y pálida, con un tono violáceo. Sus ojos tenían el iris amarillo, su pelo había pasado del castaño claro, al rubio casi albino, con mechas plateadas surcándole el pelo. -¿Qué me han hecho?- Se preguntó- ¿Qué soy?. Se levantó, y se acercó al espejo, no podía apartar la mirada

-Alan por favor tenemos que marcharnos deprisa, no tardarán en volver- le suplicó Misato. Alan no la escuchaba, tan solo se miraba, no podía creerlo, aquellos monstruos le habían destrozado. Con la rabia invadiendo su cuerpo golpeó el cristal una dos tres veces hasta hacerlo añicos. No debió hacerlo, pues una vez cayeron los trozos empezaron a oír ruido de pasos al otro lado. Alan miro a su derecha, donde había una cubierta con utensilios quirúrgicos, reconoció un bisturí y unas pinzas, las otras no las había visto nunca, pero algo en su mente las reconocía. Vio una especie de cuchillo grande como el de un carnicero, afilado y con un mango plateado y pulido, un Toke. No sabía cómo conocía ese nombre, ni como sabía que lo usaba, para cortar las escamas heridas o muertas de los sethzi, tampoco tenía tiempo. Sin pensar cogió el toke, y cuando la puerta se abrió, y dejando pasar a un natama con bata azul y con el equipo respiratorio a juego no dudó y atacó al largo cuello del extraterrestre mientras le arrastraba hacia dentro, de un par de golpes consiguió separar la cabeza del resto del cuerpo, y el líquido que en realidad eran esos seres se desparramó por la habitación, y salpicó el cuerpo semidesnudo de Alan. Misato había presenciado la escena entre absorta y aterrada, se había quedado sin palabras, ella, una persona que vive de ellas. Alan aún con el cuchillo en la mano se dio la vuelta y la miró a los ojos

-Salgamos de aquí- fue lo único que dijo antes de volver a girarse hacia la puerta y abrirla con cuidado

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